Este literal constaba en el asunto del mail que me envió ayer Mari Cielo y en el cuerpo del correo me indicaba que sería de interés dar a conocer el conmovedor relato que me transcribe. Se trata del relato ganador del Primer premio del certamen de narrativa breve Carolina Planells contra la Violencia de Género 2012 (Paiporta, Valencia).
Dicho y hecho, Mari Cielo. Como muestra de repulsa y rechazo total de la violencia contra las mujeres y en solidaridad con las víctimas de la barbarie, salvajada y sirazón, os transcribo "NUNCA DEJES QUE EL ARROZ SE ENFRIE" de Susana Gisbert.
NUNCA DEJES QUE EL ARROZ SE ENFRIE
“Nunca dejes que el arroz se enfríe”. Esa frase se había colado en mi cerebro y hacía varias noches que entorpecía el ya difícil sueño de un sillón en una habitación de hospital, persiguiéndome durante todas esas noches en duermevela.
Llevaba ya varias veladas pernoctando en aquel sillón, junto a la cama de mi madre, que descansaba, en el limbo de la inconsciencia, víctima de un fulminante infarto. El peligro –o al menos el peligro de muerte inminente-, afortunadamente ya había pasado, y mi madre había sido trasladada de la Unidad de Cuidados Intensivos a una habitación donde tenía la suerte de poder estar a su lado. Teóricamente, estaba mejor, y debería haber recuperado casi totalmente la consciencia. Pero ahí estaba, con sus tubos y sus goteros y todos sus artefactos médicos, obstinada en no abrir los ojos. Y casi simultáneamente a su bajada a la habitación, empezó a aparecerme aquel mensaje que se empeñaba en quebrar el poco descanso que tenía: “nunca dejes que el arroz se enfríe…”
Pero es que no era para menos. Aquella frase fue lo último que dijo mi madre justo un instante antes de que su corazón se partiera en dos y cayera fulminada al suelo, víctima del ataque que hoy la encadenaba a la cama. En ese momento, le di tan poca importancia que prácticamente la borré de mi mente, claro está, ocupadísima en hacer todo lo que fuera preciso para salvar su vida. La llamada a emergencias, la ambulancia, el rápido traslado al hospital, el crudo diagnóstico y aquellos momentos angustiosos en los que casi la pierdo para siempre. Pero, una vez hubo pasado el peor momento, la frase empezó a habitar en mi mente y a hacerse su dueña, ocupando cada vez más espacio: “nunca dejes que el arroz se enfríe..”
Y el caso es que, por más que pensaba, no tenía ni la más remota idea de lo que quería decir ni a qué aludía mi madre. Desde luego, en modo alguno podía referirse a algún guiso que estuviera haciendo, ni a ningún banquete al que pretendiera ir porque mi madre, y eso era lo más curioso, jamás probaba el arroz ni lo cocinaba.
Yo nunca di importancia a tal cosa, todo el mundo tiene sus manías culinarias, y vete tú a saber si no lo habría aborrecido en alguna ocasión, como yo aborrecí las lentejas después de muchos años de comerlas obligada en el colegio. No tendría nada de raro que así fuera, máxime en un pueblo de Valencia como aquél en que se crió, donde no hay celebración que se precie si no va acompañada de una buena paella. A mí nunca me preocupó lo mas mínimo, jamás dediqué más de un minuto de mi tiempo a esa aversión de mi madre por el arroz.
Pero lo bien cierto, es que lo de mi madre iba más allá de una manía. Nunca acudía a celebración alguna donde el arroz fuera el leit motiv, jamás se acercaba a concursos de paellas, tan frecuentes en las fiestas del pueblo, ni a esas cenas multitudinarias ante un caldero de arroz con marisco que se organizaban anualmente para recaudar fondos para las fiestas. Bien pensado, debí ser la única niña de aquel pueblo de Valencia que no se crió a base de arrocitos caldosos –que era como se llamaba entonces a ese arroz meloso que hoy todo el mundo ensalza-, y que no comía los domingos paella de la abuela. Lo bien cierto es que mi abuela se afanaba en darme un platito de arroz cuando comía con ella mientras mi madre no estaba, pero nunca puso un plato de arroz en la mesa si mi madre iba a venir. En esas ocasiones, yo devoraba mi plato con fruición pero más allá de ese detalle, nunca lo eché de menos. Una vez recuerdo que le pregunté por qué no hacía nunca arroz cuando venía mi madre, con lo rico que estaba, pero me dijo que mi madre no soportaba el arroz y asunto concluido. Ni siquiera le pregunté por qué.
Y ahora, cuando mis sueños estaban rebosantes de tan primordial alimento, me arrepiento de no haberle hecho esa pregunta. Y una y otra vez la frasecita taladrándome las meninges: “nunca dejes que el arroz se enfríe..”
Mientras, la situación clínica de mi madre permanecía estable, desesperadamente estable. Su cuerpo inmóvil, sus ojos cerrados… incluso me había acostumbrado ya al monótono pitido que, día y noche, emitía el monitor al que estaba conectada. Los médicos en principio, restaron importancia al tema y sólo me aconsejaron paciencia, pero ante la evidente tozudez de mi madre en no regresar de su particular limbo, comenzaron a preocuparse, y a preocuparme a mí, claro.
– Creo que su madre no se despierta porque no quiere
-¿Cómo? ¿Está fingiendo que duerme?
– No es exactamente eso. Pero creo que se ha cansado de luchar y su inconsciente ha decidido marcharse de este mundo. Ha de recuperar las ganas de vivir, háblele, cuéntele cosas, recuerdos agradables, que sé yo.
– ¿Pero ella me puede oír?
– Científicamente no está claro, pero hemos comprobado que muchos pacientes reaccionan bien ante esos estímulos.
Así que, para acabarlo de arreglar, me encasquetaron de un golpe la responsabilidad de encontrar algo que devolviera las ganas de vivir a mi madre. Nada menos. Pero en fin, habría que intentarlo.
Comencé hablándole de mi vida, edulcorándola de algún modo para que a ella le motivara más, de lo que le echábamos de menos la abuela y yo, de los recuerdos de cuando era una niña, de mil detalles graciosos… Pero nada. Como el dicho, nunca más oportuno “que si quieres arroz, Catalina”. Y pasaba un día y otro día sin que nada cambiara. Y la dichosa frase, sin renunciar a amargarme el escaso sueño de cada noche: “nunca dejes que el arroz se enfríe…”
Era preciso hacer algo, encontrar algo que hiciera que mi madre reaccionara, pero era difícil. Ella siempre había sido una mujer de pocas palabras y muy poco dada a contar intimidades. Con sorpresa, me percaté de lo poco que en realidad conocía a mi madre, y que mi egoísmo no me había dejado verlo hasta ahora. Mi madre siempre me preguntaba por mis cosas, me asediaba hasta que conseguía que se lo contara todo, notas, novios, amigas, aficiones, fiestas… pero nunca me contó nada suyo. Y quizás ya era tarde. Pero había que intentarlo.
Haciendo memoria, no pude recordar ningún momento en que mi madre sonriera por razones diferentes a alguna que me atañera a mí directamente. En mis funciones del colegio, cuando mis notas eran buenas, cuando le contaba algo que me pasó y me parecía gracioso. Pero jamás sonrió por algo que le afectara a ella misma y, bien mirado, tampoco creo haberla visto reír de un chiste, o de una anécdota, o de un programa de televisión. Nunca. Yo siempre había pensado que ella era así, que era una mujer tristona y callada, aunque enormemente buena. Alguna vez quise anudar su casi permanente estado taciturno a la ausencia de mi padre, de quien apenas sabía nada, pero los pocos intentos de preguntar al respecto fueron rechazados de plano. Cuando fui creciendo, pensé que el hecho de que mi padre nos hubiera abandonado le afectó terriblemente, y que todavía no lo había superado. Probablemente, la dejó por otra mujer, y eso es un plato difícil de digerir. Así que decidí no hurgar en la llaga.
A la desesperada, decidí emprender una pequeña investigación en busca de algo que moviera el maltrecho corazón de mi madre, en la medida que el tiempo que dedicaba a estar con ella me lo permitiera. Sólo contaba con mi abuela, que se había venido del pueblo donde nos criamos y ahora estaba conmigo en la ciudad, haciendo turnos para cuidar a mi madre, o más bien para hacerle compañía, porque hacer podíamos hacer poco. Por suerte, mi abuela era mayor pero disfrutaba de una salud de acero, y podía contar con ella como siempre había hecho.
No sabía por dónde empezar en mis pesquisas. Mi madre y yo nos habíamos venido del pueblo cuando yo tenía unos ocho años, recuerdo que justo después de celebrar mi Primera Comunión, y no conocía a nadie que hubiera tenido relación con mi madre de joven. Bien pensado, tampoco conocía a alguien que la tuviera de mayor, más allá de mi abuela y yo. Mi madre nunca quedaba con amigas, ni trababa lazos ni intimaba con nadie, todo lo más con algún compañero de trabajo, y aún así, lo justo. Su mundo se reducía a mí y a mis circunstancias. A mí nunca me extrañó ni pensé en ello. Simplemente, me conformé con pensar que no era una mujer sociable, aunque fuera una madre excelente.
No tenía otra vía que preguntar, o más bien interrogar, a mi abuela, que siempre había sido especialista en escaquearse sibilinamente a todas mis preguntas indiscretas. Y, desde luego, que ya sabía por dónde empezar…
– Abuela, mi madre lo último que dijo antes de que le diera el infarto fue: “Nunca dejes que el arroz se enfríe…” ¿Tienes idea de por qué?
– Y yo qué voy a saber, hija, estaría cocinando
– Abuela, sabes de sobra que mi madre jamás hacía arroz
-Pues no sé, habría oído algo en la tele. Dile cosas bonitas y déjate de bobadas.
Mi abuela, como siempre, esquivó la pregunta, pero se puso nerviosa como pocas veces había visto. No me miró a la cara y se afanó en cambiar de tema. Ahí debía estar la clave, algo que yo no conocía y que seguiría sin conocer si no me empleaba a fondo. Y ahí estaba, como un mantra, persiguiéndome de nuevo aquella frase: “nunca dejes que el arroz se enfríe…”
Tuve que emplear todas las dotes de persuasión que tenía, y las que no tenía, en sonsacar a mi abuela. Finalmente, entre lágrimas, me aseguró que había prometido no hablarme nunca de ello, que sentía que estaba traicionando a mi madre y no creía que la perdonase. Pero conseguí convencerla de que el fin justifica los medios, y que sacar a mi madre del abismo en el que se encontraba justificaba con creces romper una promesa hecha muchos años atrás.
Mi madre se casó con mi padre enamorada hasta la médula. Al parecer, era una jovencita apasionada y habladora que vio en mi padre a su príncipe azul, con corcel blanco incluido. Aunque era guapo y encantador al trato, a mi abuela nunca le gustó, y ese rechazo no hizo sino que espolear el apasionamiento de mi madre y su decisión de casarse con él con mucha menos edad de lo que el sentido común aconsejaba. Pronto, como mi abuela se temía, el carácter jovial y franco de mi madre fue desapareciendo, y la que antes era una chica divertida y habladora dejó pasó a una mujer taciturna y callada. Ante la impotencia de mi abuela, mi madre iba rompiendo todos los lazos con amigas y parientes, y pronto dejó de relacionarse con alguien que no fuera su familia, y eso sólo en festividades señaladas. Mi abuela intentó hablar con ella, pero nunca le contó nada. Observaba desesperada cómo se apagaba por completo la llama que siempre había habido en la niña de sus ojos. Cuando yo nací, la cosa pareció mejorar, pero pronto volvió a ver a mi madre doblada por ese peso invisible que parecía llevar siempre encima. Su vida, ya entonces, se limitaba a su marido y a su hija. Ni siquiera trabajaba, porque después de mi nacimiento se dedicó en exclusiva a su casa y su hija. Y mi abuela no hacía nada, porque nada sabía ni podía hacer. Un día la llamó la policía: su hija había tenido un terrible accidente doméstico y estaba hospitalizada, debatiéndose entre la vida y la muerte. La imagen de mi madre exánime, con la cara tan magullada que apenas se la reconocía y con vendajes en todas las partes de su cuerpo es algo que mi abuela no olvidaría nunca. En principio, le contaron que le cayó un enorme caldero hirviendo en la cocina, que se cayó al suelo y perdió el sentido, y en la caída se causó todas aquellas lesiones. La historia era increíble y no tardó en saber la verdad. Había sido mi padre quien le había golpeado en todas las partes de su cuerpo, para acabar arrojando sobre ella el caldero que estaba al fuego. Fue él quien la golpeó, le causó graves quemaduras y la dejó inconsciente. Le contaron que lo hallaron llorando arrodillado sobre el cuerpo de ella, y que no opuso ninguna resistencia a la detención. Confesó y fue condenado a varios años de cárcel por intentar matar a su mujer, una condena dura y ejemplar en tiempos en que el maltrato familiar era visto como un delito menor, aunque nada decía la sentencia de los años en que había torturado a mi madre, conduciéndola al ostracismo más atroz.
Mi abuela no podía continuar con su relato. Las lágrimas le ahogaban y la pesadumbre de no haber evitado aquello aún le pesaba en la conciencia. Sólo añadió que, cuando mi madre ya se había recuperado de las heridas de su cuerpo –que no las de su alma-, le contó que aquella terrible discusión comenzó porque, al llegar a casa, él le recriminó que el arroz que había cocinado estaba frío, ella intentó remediarlo poniendo al fuego un caldero con otra comida, y él, tras ensañarse a golpes con ella, se lo arrojó encima, directamente del fogón. Las quemaduras de su espalda le dejaron cicatrices y dolores que todavía perduran, después de tanto tiempo. Y debió dejar en su corazón un roto tan grande que finalmente se quebró aquel día en que desplomó ante mí en la cocina. Por eso, aún a punto de caerse muerta, le quedó fuerza para advertirme: “Nunca dejes que el arroz se enfríe…”
Y ahora, quizás ya tarde, comprendo tantas cosas… Cuando era pequeña, y todavía vivíamos en el pueblo, le reprochaba constantemente a mi madre que fuera tan tristona, que nunca me llevara a excursiones con otros niños ni me acompañara a las fiestas; ella siempre respondía que no le apetecía, pero nunca me miró a los ojos cuando me contestaba. Siempre bajaba la cabeza, como buscando alguna diminuta mota de polvo en su sempiterno jersey de cuello vuelto. Cuando salíamos a hacer la compra, miraba constantemente el reloj, y si yo le pedía que parásemos a ver una tienda o a saludar a alguien, nunca accedía, diciendo que no quería que mi padre llegase y no estuviera en casa. Jamás iba a las reuniones del colegio, ni se quedaba a merendar con las otras mamás, pero si yo protestaba, enseguida me convencía con el argumento de que lo único que quería era estar siempre conmigo, y me cubría de besos, y me hacía la ropa más bonita y los platos más ricos. Incluso arroz, ahora lo recuerdo.
Mi triste, callada y buena madre sólo me alzó la voz una vez, cuando, ya adolescente y viviendo en la ciudad, me sorprendió besándome con un chico en el portal. Cuando subí a casa, una lluvia de improperios, advertencias y recriminaciones me cayó encima sin esperarlo. Insistía en que era demasiado joven, que los hombres no eran cosa buena, que te encandilaban, y te enamoraban, y te hacían ver la vida de color de rosa para luego volverla negra para siempre… Me quedé estupefacta ante la salida de tono de mi madre, sobre todo, ante la sensación de oír su voz con mucha más fuerza que nunca antes la había escuchado. No supe ver más. Achaqué su reacción al despecho por ese abandono de mi padre que yo imaginaba pero del que jamás me habló, y pasé página. En lo sucesivo, simplemente tuve cuidado en que mi madre no supiera nada de mi vida amorosa. Ni de lejos se me pasó por la cabeza que mi madre, a su modo, quería advertirme, igual que hizo siempre. Hasta cuando la muerte le pisaba los talones, había sacado fuerzas de flaqueza para avisarme: “nunca dejes que el arroz se enfríe…”
Continué el resto de mi investigación yo sola. Volví a casa, y busqué en ella algún vestigio de mi padre, algo que cerrara al círculo y permitiera a mi madre regresar al mundo en aquel punto en que lo dejó, hace tantos años… En la cocina, en el lugar donde había oído su voz por última vez, había un papel doblado. Tenía un sello del Juzgado. Temblando, lo desplegué y lo leí: Evaristo Martínez Fernández había sido excarcelado después de cumplir su condena en prisión.
Lo comprendí todo. Mi madre, después de tantos años, todavía tenía miedo. “Nunca dejes que el arroz se enfríe…”
Volví al hospital, entré en la habitación y cogí su mano:
– Mamá, a mí el arroz me gusta frío. Y a quienes te queremos, también…
De pronto, el monótono bip bip del monitor cambió de ritmo… y un soplo de vida entró en la habitación. Por fin.
Autora: Susana Gisbert